Ya lo sé



Estamos los que éramos, los de siempre. Hace tiempo que se perdieron las buenas costumbres y reunirnos para comer en la sierra como hoy, como solíamos hacer, ya se recuerda con el cariño que da a las cosas la lejanía en el tiempo.
Os repaso a todos, uno a uno, y me reencuentro con vosotros mientras reís, habláis y gritáis como si nos hubiésemos despedido anoche por última vez.
Tropiezo con tus gafas de sol, te pesan los párpados. A mi también. Me pasas el mechero sin que me de tiempo a pedírtelo, y me doy cuenta de que ya nadie fuma aquí, ni si quiera las incorporaciones llegadas con los años y las familias.
Sólo tú y yo, que debemos de ser los que todavía conservan algo de aquellos adolescentes suicidas que casi todos los que estamos en esta mesa un día fuimos.
Un día, una época en la que llevábamos la verdad escrita en nuestras camisetas y en la que veíamos pasar los veranos de lejos, porque entonces, todos lo sabemos, de julio a septiembre no existían los calendarios, sólo las horas, que también pasaban rápido, mientras sentados en el suelo de merienda y cena sólo había besos y porros.
¿Recuerdas el primero? Seguro que sí, aunque bueno, a lo mejor lo que nunca te dije es que para mí también fue el primero. Porque aquel día, como tantas otras veces, me las volví a dar de experta en esto de vivir y os di una improvisada clase magistral en el arte de liar, pegar, prensar…Confieso que me temblaban las manos, pero reconozco que salvé sin problemas la situación ante vuestras miradas atentas.
Ahora no sabría decir quién tuvo el valor de robarle la materia prima a algún hermano mayor, pero no olvido como a la hora de la verdad todos desaparecieron, todos menos tú, valiente, y yo, mentirosa, que nos quedamos allí, cara a cara, sentados, escondidos para que nadie del pueblo nos encontrase.
Recuerdo todavía el calor, los nervios, las prisas, las ganas de estar y no estar allí, la gota de sudor que caía por tu frente y como todo se transformó en libertad cuando lo probamos.
Aquella tarde de agosto se pasó entre risas, humo, confesiones disparatadas, un hambre voraz y un gran trueque mínimo: la promesa de repetir.
--Me ha encantado – dijiste justo antes de despedirnos
Nos besamos y respondí:
--Ya lo sé --con esa entrenada arrogancia de quinceañera que ni yo me creía.
Así fue como empezamos a fumarnos la vida, tú observándome detrás de tus gafas de Bogart, y yo con aires de Rita Hayworth. Ese fue el comienzo de las chinas para componer en los bolsillos, de los petardos de buenas noches, de los difíciles de elaborar pero irrepetibles en los conciertos, del apurado antes de entrar a clase…
Luego se unirían los demás, cada uno a su manera, interpretando su propio cuento que nada tenía que ver con el nuestro. Sintiéndose un poco yonkies al principio, con los dedos amarillos en los años que pasarán a la historia y bebiendo té hoy día.
Te sientes observado y me sonríes levantando tu copa.
Yo me pregunto si la telepatía se perderá con los años y resuelvo de que no es así, alzando la mía.
De repente me meten en una conversación que ignoraba, por lo visto tu mujer, a mi derecha, hace rato que me habla de vuestra nueva casa, me invita a visitarla algún día y además me describe todos sus síntomas del embarazo con pánico, esperando la opinión de alguien que ya ha pasado por eso.
Yo le respondo que no se preocupe, que luego el parto es una tontería.
Me gastan varias bromas (porque siempre hay cosas que no cambian) y suena mi inoportuno teléfono móvil.
--Chicos, parece que una no puede faltar ni un día a la oficina- anuncio.
Sin más remedio y lamentándolo me despido uno a uno de todos, hasta llegar a ti, que sólo dices:
--Me ha encantado volver a verte.
--Ya lo sé --contesto.

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