Tu boda fue muy repentina, y para mí confieso que además inesperada. Pero no te lo reprocho, dispuestos a hacer locuras o barbaridades (que en este caso era lo mismo) uno no se puede parar mucho tiempo a pensarlas, porque si no, no salen.
Tú eso ya lo sabías, porque algo de experiencia en eso de las barbaridades nosotros ya teníamos, si… de los tiempos en que vomitábamos sin ser conscientes de que el sol ya había salido y nos delataba como a un par de yonkies trasnochados, ante los vecinos más madrugadores, que paseaban a sus repeinados perros.
En realidad, a nosotros nunca nos parecieron que fuesen tales locuras...
Aún recuerdo a mi abuela santiguarse cuando me veía salir de casa en la época en que organizamos “la revolución de las capuchas”, y vivimos más de un mes con la cabeza cubierta para no ver nada más de esta histérica ciudad de lo que por entonces nos interesaba, es decir, yo te miraba a ti y tú me mirabas a mi. Nada de campo visual por arriba, todavía menos por los laterales y a penas unos centímetros de asfalto por abajo para no perder del todo el equilibrio.
Eran locuras light, como presentarnos a los exámenes sin repasar, así, al natural, robar ceniceros en los bares, pintar en los muros o decirnos palabras que sentíamos de verdad. ¿Te acuerdas? Eran momentos en los que no nos daba vergüenza nada (y yo escribía mucho menos)
Volviendo a la boda, ya sabes que a la ceremonia llegué tarde y a trompicones, lo sabes porque aunque el protocolo marcaba que tú tenías que estar de espaldas, nada más aparecer te diste la vuelta y me miraste agitando la cabeza con ese gesto inconfundible tuyo de “nunca cambiarás”.
Mi despiste llega hasta tal punto, que me olvidé de que llevaba sandalias y en el momento en el que el cura preguntó, crucé los dedos de los pies con todas mis fuerzas. Ahora que lo pienso, estoy segura de que Iñaki, tu mejor amigo, sentado a mi izquierda, tuvo que darse cuenta de este detalle tan revelador, del cual espero que nunca te hable.
Hacía ya algunos años de nuestras locuras y varios meses que no hablábamos o por lo menos que no hablábamos en serio, quiero decir con esto, que estoy bastante acostumbrada a vivir sin ti, y sin embargo, no se muy bien por qué, aquel día que sólo estabas a unos pocos metros te eché (mucho) de menos. Se hizo duro el reencuentro. No porque pensase que te perdía ni nada de eso, te eché de menos en los momentos que para nosotros hubiesen sido realmente importantes y que tuve que vivir sola. Hablo, por ejemplo, de cuando aparecieron esos vestidos fucsias que parecían venidos de otro planeta, o de cuando la orquesta tocó aquel repertorio digno de las fiestas de cualquier pueblo de la sierra a cargo de un singular vocalista de movimientos frenéticos del que tanto nos habríamos reído juntos.
Para acabar con los despropósitos de aquel extraño día, mientras del interior de uno de esos ridículos bolsos que se llevan a las bodas sacaba tu regalo, me acordé de todas las veces que habíamos comentado la rabia que nos daba de pequeños que nos regalasen dinero o algo que ya tenías, y sin embargo, ahí estaba: el mismo sobre que te habían regalado las otras cien personas que del evento y que además, por supuesto, contenía dinero.Pero tú estabas tan cambiado que pareció no importarte, me miraste con tus ojos nuevos, me sonreíste con tu nueva sonrisa, y yo aparté la mirada para que empezases tu nueva vida de cero.
Te hubiese escupido con gusto en ese traje también nuevo y acartonado que llevabas y deseé con todas mis fuerzas que aquel sobre fuese en realidad un paquete bomba, pero después de cuatro tonterías, ya me tenías allí riéndome, con la frase “nunca crecerás” grabada en las líneas de la mano y los padrastros levantados como siempre que estoy nerviosa.
Me abrazaste y yo apreté más fuerte para que no notases que lloraba “un poquito de nada” que le dije luego a mis amigas, de verdad.
Sin mucho más que hacer, salí de aquel claustrofóbico lugar con los tacones y medio traje en la mano, dejando ver el bikini de las grandes ocasiones que lucia debajo, porque como tú ya sabes, en mi cuerpo siempre es verano. Me fui a la playa a tirar piedras al agua, como en las películas cuando quieren hacer ver que el protagonista tiene muchas cosas que pensar y pocas que decir, mientras de fondo suena una música de esas que roza los aplausos.
En mi caso también fue así, bueno parecido, si no contamos que horas después conocí a un grupo de rastafaries con los que fumé hierba hasta quedarme dormida, sueño del que me desperté a la mañana siguiente con el ruido de decenas de gaviotas que se peleaban por las piedras de mi ridículo bolsito de boda.
Tú eso ya lo sabías, porque algo de experiencia en eso de las barbaridades nosotros ya teníamos, si… de los tiempos en que vomitábamos sin ser conscientes de que el sol ya había salido y nos delataba como a un par de yonkies trasnochados, ante los vecinos más madrugadores, que paseaban a sus repeinados perros.
En realidad, a nosotros nunca nos parecieron que fuesen tales locuras...
Aún recuerdo a mi abuela santiguarse cuando me veía salir de casa en la época en que organizamos “la revolución de las capuchas”, y vivimos más de un mes con la cabeza cubierta para no ver nada más de esta histérica ciudad de lo que por entonces nos interesaba, es decir, yo te miraba a ti y tú me mirabas a mi. Nada de campo visual por arriba, todavía menos por los laterales y a penas unos centímetros de asfalto por abajo para no perder del todo el equilibrio.
Eran locuras light, como presentarnos a los exámenes sin repasar, así, al natural, robar ceniceros en los bares, pintar en los muros o decirnos palabras que sentíamos de verdad. ¿Te acuerdas? Eran momentos en los que no nos daba vergüenza nada (y yo escribía mucho menos)
Volviendo a la boda, ya sabes que a la ceremonia llegué tarde y a trompicones, lo sabes porque aunque el protocolo marcaba que tú tenías que estar de espaldas, nada más aparecer te diste la vuelta y me miraste agitando la cabeza con ese gesto inconfundible tuyo de “nunca cambiarás”.
Mi despiste llega hasta tal punto, que me olvidé de que llevaba sandalias y en el momento en el que el cura preguntó, crucé los dedos de los pies con todas mis fuerzas. Ahora que lo pienso, estoy segura de que Iñaki, tu mejor amigo, sentado a mi izquierda, tuvo que darse cuenta de este detalle tan revelador, del cual espero que nunca te hable.
Hacía ya algunos años de nuestras locuras y varios meses que no hablábamos o por lo menos que no hablábamos en serio, quiero decir con esto, que estoy bastante acostumbrada a vivir sin ti, y sin embargo, no se muy bien por qué, aquel día que sólo estabas a unos pocos metros te eché (mucho) de menos. Se hizo duro el reencuentro. No porque pensase que te perdía ni nada de eso, te eché de menos en los momentos que para nosotros hubiesen sido realmente importantes y que tuve que vivir sola. Hablo, por ejemplo, de cuando aparecieron esos vestidos fucsias que parecían venidos de otro planeta, o de cuando la orquesta tocó aquel repertorio digno de las fiestas de cualquier pueblo de la sierra a cargo de un singular vocalista de movimientos frenéticos del que tanto nos habríamos reído juntos.
Para acabar con los despropósitos de aquel extraño día, mientras del interior de uno de esos ridículos bolsos que se llevan a las bodas sacaba tu regalo, me acordé de todas las veces que habíamos comentado la rabia que nos daba de pequeños que nos regalasen dinero o algo que ya tenías, y sin embargo, ahí estaba: el mismo sobre que te habían regalado las otras cien personas que del evento y que además, por supuesto, contenía dinero.Pero tú estabas tan cambiado que pareció no importarte, me miraste con tus ojos nuevos, me sonreíste con tu nueva sonrisa, y yo aparté la mirada para que empezases tu nueva vida de cero.
Te hubiese escupido con gusto en ese traje también nuevo y acartonado que llevabas y deseé con todas mis fuerzas que aquel sobre fuese en realidad un paquete bomba, pero después de cuatro tonterías, ya me tenías allí riéndome, con la frase “nunca crecerás” grabada en las líneas de la mano y los padrastros levantados como siempre que estoy nerviosa.
Me abrazaste y yo apreté más fuerte para que no notases que lloraba “un poquito de nada” que le dije luego a mis amigas, de verdad.
Sin mucho más que hacer, salí de aquel claustrofóbico lugar con los tacones y medio traje en la mano, dejando ver el bikini de las grandes ocasiones que lucia debajo, porque como tú ya sabes, en mi cuerpo siempre es verano. Me fui a la playa a tirar piedras al agua, como en las películas cuando quieren hacer ver que el protagonista tiene muchas cosas que pensar y pocas que decir, mientras de fondo suena una música de esas que roza los aplausos.
En mi caso también fue así, bueno parecido, si no contamos que horas después conocí a un grupo de rastafaries con los que fumé hierba hasta quedarme dormida, sueño del que me desperté a la mañana siguiente con el ruido de decenas de gaviotas que se peleaban por las piedras de mi ridículo bolsito de boda.
1 comentario:
"Sexo en la playa" era una de los cócteles que aparecía en la carta de aquel bar. Me dijo Lauri con media sonrisa: Qué, te apetece uno? -"Yo no conozco otro"- Le contesté.
Una pregunta, Cuando una relación se acaba, hay que ir luego a las bodas de tus "Ex-s"? Cuando una relación se acaba, se acaba y punto.
Bolsito de boda?... Déjame ver,... creo que no tengo ninguno. Lo mejor es que vaya con el traje de "Arena" que él mismo me confecionó la última vez que nos vimos, así me reconocerá cuando me vea y me valdrá el mismo para todas las bodas.
Bambú
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