Después de unas cuantas copas, al llegar a casa de madrugada, no es tan difícil confundirse de piso en el ascensor y pulsar sin querer el trece, aunque yo sepa muy bien desde pequeñita que vivo en el tercer piso.

Pues justo eso es lo que me ha pasado, y para no desaprovechar el viaje, ya he hecho una parada en esta azotea que vigila toda la ciudad. Me he quedado aquí arriba con mis zapatos de charol rojo colgando del otro lado, por encima de un mar de luciérnagas que sé que está lleno de amores canallas y bares de esos que aun repletos de gente, son capaces de hacerte sentir muy muy sola. Un mar lleno de calles que sólo iluminaron por si nosotros pasábamos y nos entreteníamos besándonos, y también llena de ti, que estarás en alguno de los pixeles de esta panorámica, todavía borracho con tus amigos. Es una fotografía llena de mis pocas ganas de dormir y de mis ojos muy abiertos para no perderme nada, llena de quienes dicen que todo está bien, pero nos acristalaron aquel puente para no poder suicidarnos, llena además, de las últimas llamadas perdidas, (perdidísimas) que recibe mi teléfono y suenan a “al final no has venido”; todas de mis amigos, de los que esta ciudad también está llena y yo desde aquí arriba, empiezo a echar de menos. Ciudad llena de kioscos y cafeterías que no tardarán en abrir, y llena, en definitiva, de la luz del ascensor que todavía me espera, que al final me baja hasta casa, y se queda haciendo guardia en el tercero, mientras me meto en la cama, llena de miedo a perderte.

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