Aquella noche mis amigos y yo quedamos a la hora habitual. Era un día importante en nuestras vidas y según decía Dani, también lo sería en la historia de la democracia. ¡No se! El caso es que como nos sentíamos vencedores, aquella noche todos salimos con una de esas romáticas sonrisas
de quienes se creen herederos de la Sorbona del 68. El motivo era que justo esa mañana habíamos leído en los periódicos que, por fin, los bares devolverían el derecho de admisión que durante años se habían reservado.
Cuando llegamos al bar del barrio Juan y Nacho pidieron Brugal con limón y el resto White Label con cola, menos Cris que, dijo que estaba a régimen, lo pidió con Coca-Cola light. Para mí, como siempre, un Beefeater tónica. Y digo bien, como siempre, porque aquellas combinaciones eran las mismas que pedíamos cada fin de semana desde que dejásemos la adolescencia, abandonando con ella el Malibú con piña.
Esa noche pedimos canciones de Radiohead, hubo una cola infinita en el baño de las chicas, alguien me quemó con un cigarro y María, que nunca lleva ni bolso ni bolsillos, perdió unos porros por el suelo. Yo, durante más de media hora me comí con la mirada los ojos de aquel chico al que, por supuesto, no me atreví a hablar, y Juan consiguió chupitos gratis para todos, esta vez de mano de una camarera irlandesa que se reía con sus compañeros también guiris. Resumiendo, aquella noche hicimos lo mismo que cada sábado desde que hace años alguien nos animase a pedir un Malibú con piña. Pero ese día ya nos vimos un poco mayores como para encerrarnos en el cuarto de baño, subirnos en las sillas a bailar, sentarnos por el suelo a fumar o hacer nada que, en tiempos ya pasados, hubiese sido un motivo de expulsión.
Así que nos emborrachamos, y cuando nos cansamos nos fuimos a casa con las manos en los bolsillos y con la sensación de no haber experimentado nada nuevo. Porque nosotros dentro y fuera de los bares, siempre que nos había apetecido, nos habíamos tumbado en el suelo, tarareado canciones con los ojos cerrados y besado a oscuras.
Cuando llegamos al bar del barrio Juan y Nacho pidieron Brugal con limón y el resto White Label con cola, menos Cris que, dijo que estaba a régimen, lo pidió con Coca-Cola light. Para mí, como siempre, un Beefeater tónica. Y digo bien, como siempre, porque aquellas combinaciones eran las mismas que pedíamos cada fin de semana desde que dejásemos la adolescencia, abandonando con ella el Malibú con piña.
Esa noche pedimos canciones de Radiohead, hubo una cola infinita en el baño de las chicas, alguien me quemó con un cigarro y María, que nunca lleva ni bolso ni bolsillos, perdió unos porros por el suelo. Yo, durante más de media hora me comí con la mirada los ojos de aquel chico al que, por supuesto, no me atreví a hablar, y Juan consiguió chupitos gratis para todos, esta vez de mano de una camarera irlandesa que se reía con sus compañeros también guiris. Resumiendo, aquella noche hicimos lo mismo que cada sábado desde que hace años alguien nos animase a pedir un Malibú con piña. Pero ese día ya nos vimos un poco mayores como para encerrarnos en el cuarto de baño, subirnos en las sillas a bailar, sentarnos por el suelo a fumar o hacer nada que, en tiempos ya pasados, hubiese sido un motivo de expulsión.
Así que nos emborrachamos, y cuando nos cansamos nos fuimos a casa con las manos en los bolsillos y con la sensación de no haber experimentado nada nuevo. Porque nosotros dentro y fuera de los bares, siempre que nos había apetecido, nos habíamos tumbado en el suelo, tarareado canciones con los ojos cerrados y besado a oscuras.
Total, que como cuando tienes trece años y tus padres te dan la razón para que te vayas a tu cuarto, aquella noche, cuando nos devolvieron lo que era nuestro, nos fuimos a dormir.
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