La mayoría de los autores y gente aficionada a la escritura, cuando conceden entrevistas o narran sus memorias cuentan, sin excepción, cómo de pequeños ya eran unos devoradores de libros. En estas notas es inevitable encontrar frases del tipo “con sólo seis años ya era un omnívoro de literatura…” o “…me encerraba en mi cuarto con mis personajes”. Yo, sin embargo no. Yo de niña ya era de ideas fijas y tenía mi selección de tres o cuatro títulos encabezada por “La Señorita Pepota” que releía siempre que me aburría. Por mí, el resto de publicaciones se podían subir de vuelta a su barco de vapor y largarse.
La verdad es que hasta la llegada de la adolescencia no leí nada más. Bueno, nada excepto una cita “literaria” semanal que ya entonces tenía y que he seguido manteniendo con disciplina militar hasta la actualidad: la de leer el fantástico Pequeño País.
Para mí, desde que tengo uso de razón, el concepto de “domingo” ha estado inseparablemente unido a este pequeño-gran periódico. Los fines de semana de mi infancia en la sierra, de vacaciones, en El Pardo (cómo será ahora El Pardo), o en el salón de casa, siempre estuvieron marcados por la imagen de mi padre repartiendo El País; por un lado el diario, por otro el suplemento, y para mí el periódico de los que todavía no necesitábamos entender otro tipo de prensa. Entre política, economía y deportes era genial tener un apartado en el que sólo importaba El Botones Sacarino, Garfield, Rompetechos y el Lupo Alberto entre otros.
Incluso, hubo unos años en los que me dio por coleccionarlos, hasta que mi madre conoció mi particular síndrome de Diógenes y hubo que hacer hueco para otras cosas. Tomé, entonces, la primera decisión importante de mi vida; saber con qué parte de aquel tesoro me quedaba. Porque mi madre sabía tan bien como yo que tanto tiempo de recopilación y cuidado no iba a salir de mi cuarto así como así. Al final me decidí por conservar mi parte preferida, la última página, la de 13Rue del Percebe. Ya entonces vaticiné que cuando mi domicilio se convierta en casa-museo, ese taquito de hojas será expuesto como una de las joyas del recorrido.
Desde entonces han pasado muchos años: tardes haciendo las recetas de repostería que adjuntaban, rellenando sus pasatiempos, recortando de los personajes para reciclarlos (cuando todavía no sabía lo que significaba reciclar) y hacer mis propias historias a modo de collage, etc.
Ahora que entiendo un poco más el resto de contenidos, y que el Pequeño País se había reducido a dos hojas, he ampliado mis lecturas, pero nunca he faltado a mi cita semanal con él. Nunca hasta el pasado 5 de abril, día en el cual una nota anunciaba la “suspensión temporal de su publicación hasta que mejore la situación económica y del mercado publicitario”.
Esto no se hace.
Se me están juntando muchos disgustos y decepciones en muy pocos meses, y lo que es peor, se me están prometiendo demasiadas cosas para después de la crisis, que a mí me da que nadie va a cumplir.
La verdad es que hasta la llegada de la adolescencia no leí nada más. Bueno, nada excepto una cita “literaria” semanal que ya entonces tenía y que he seguido manteniendo con disciplina militar hasta la actualidad: la de leer el fantástico Pequeño País.
Para mí, desde que tengo uso de razón, el concepto de “domingo” ha estado inseparablemente unido a este pequeño-gran periódico. Los fines de semana de mi infancia en la sierra, de vacaciones, en El Pardo (cómo será ahora El Pardo), o en el salón de casa, siempre estuvieron marcados por la imagen de mi padre repartiendo El País; por un lado el diario, por otro el suplemento, y para mí el periódico de los que todavía no necesitábamos entender otro tipo de prensa. Entre política, economía y deportes era genial tener un apartado en el que sólo importaba El Botones Sacarino, Garfield, Rompetechos y el Lupo Alberto entre otros.
Incluso, hubo unos años en los que me dio por coleccionarlos, hasta que mi madre conoció mi particular síndrome de Diógenes y hubo que hacer hueco para otras cosas. Tomé, entonces, la primera decisión importante de mi vida; saber con qué parte de aquel tesoro me quedaba. Porque mi madre sabía tan bien como yo que tanto tiempo de recopilación y cuidado no iba a salir de mi cuarto así como así. Al final me decidí por conservar mi parte preferida, la última página, la de 13Rue del Percebe. Ya entonces vaticiné que cuando mi domicilio se convierta en casa-museo, ese taquito de hojas será expuesto como una de las joyas del recorrido.
Desde entonces han pasado muchos años: tardes haciendo las recetas de repostería que adjuntaban, rellenando sus pasatiempos, recortando de los personajes para reciclarlos (cuando todavía no sabía lo que significaba reciclar) y hacer mis propias historias a modo de collage, etc.
Ahora que entiendo un poco más el resto de contenidos, y que el Pequeño País se había reducido a dos hojas, he ampliado mis lecturas, pero nunca he faltado a mi cita semanal con él. Nunca hasta el pasado 5 de abril, día en el cual una nota anunciaba la “suspensión temporal de su publicación hasta que mejore la situación económica y del mercado publicitario”.
Esto no se hace.
Se me están juntando muchos disgustos y decepciones en muy pocos meses, y lo que es peor, se me están prometiendo demasiadas cosas para después de la crisis, que a mí me da que nadie va a cumplir.
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