Hubo una época en la que las tardes de los viernes para todos mis compañeros de instituto, eran sinónimo de Pachá y demás discotecas de tarde. Para todos, menos para mi amiga Ifa (que por entonces todavía era Eva) y para mí, que nos daba por ir, entre otros muchos sitios, al recién estrenado Mercado de Fuencarral. Un lugar que abría sus puertas y que consiguía transformar la céntrica y denostada calle en un referente de lo que “molaba”.
Aquel anti-centro comercial se convirtió en una semillita para los que nos gustaba creer que Madrid también podía ser trenddy, y una realidad para los que veíamos su foto en Le Monde como referente de modernidad.
Todavía me acuerdo de cómo Eva y yo andábamos por sus estrechos pasillos y bajábamos sus escaleras metálicas sin perder detalle de aquellas camisetas, zapatos y sudaderas de precios imposibles. Luego vendrían los gin-tonics con él en la planta baja, los encuentros inesperados, las tendencias que marcaba su peluquería y el tener algo de dinero para empezar a comprar en sus diminutas tiendas.
Incluso, ahora que hago memoria, me doy cuenta de que fue en su entrada donde una noche sábado, rodeados de borrachines que pasaban, me dijeron y dije, varias de las palabras más bonitas que jamás se han pronunciado.
Los años han ido pasando, y la verdad es que ya hace mucho que no entro, quizá porque en mis últimas visitas ya no encontré nada de lo que era, o éramos: nada djs pinchando, ni camareros en su barra, nada de ropa de segunda mano que mereciese la pena el hecho de llevar ropa de segunda mano, y por supuesto ni una sóla palabra bonita en sus puertas de cristal y hierro.
Ahora dicen que El Mercado de Fuencarral cierra en enero, y la noticia me provoca una mezcla de incredulidad y melancolía que no sentía desde que quitaron el puesto de flores de mi calle. Así que para borrarla, creo que me pasaré un día de estos y leeré el arsenal de camisetas con estúpidos juegos de palabras en el que se ha convertido aquel centro que no se parecía a ningún otro, y que tanto nos gustaba.
Mucho más que pasar las tardes en Pachá.
Aquel anti-centro comercial se convirtió en una semillita para los que nos gustaba creer que Madrid también podía ser trenddy, y una realidad para los que veíamos su foto en Le Monde como referente de modernidad.
Todavía me acuerdo de cómo Eva y yo andábamos por sus estrechos pasillos y bajábamos sus escaleras metálicas sin perder detalle de aquellas camisetas, zapatos y sudaderas de precios imposibles. Luego vendrían los gin-tonics con él en la planta baja, los encuentros inesperados, las tendencias que marcaba su peluquería y el tener algo de dinero para empezar a comprar en sus diminutas tiendas.
Incluso, ahora que hago memoria, me doy cuenta de que fue en su entrada donde una noche sábado, rodeados de borrachines que pasaban, me dijeron y dije, varias de las palabras más bonitas que jamás se han pronunciado.
Los años han ido pasando, y la verdad es que ya hace mucho que no entro, quizá porque en mis últimas visitas ya no encontré nada de lo que era, o éramos: nada djs pinchando, ni camareros en su barra, nada de ropa de segunda mano que mereciese la pena el hecho de llevar ropa de segunda mano, y por supuesto ni una sóla palabra bonita en sus puertas de cristal y hierro.
Ahora dicen que El Mercado de Fuencarral cierra en enero, y la noticia me provoca una mezcla de incredulidad y melancolía que no sentía desde que quitaron el puesto de flores de mi calle. Así que para borrarla, creo que me pasaré un día de estos y leeré el arsenal de camisetas con estúpidos juegos de palabras en el que se ha convertido aquel centro que no se parecía a ningún otro, y que tanto nos gustaba.
Mucho más que pasar las tardes en Pachá.
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