... y de cenar: tortilla francesa


Me encantan los franceses porque sin conocerse, se saludan diciendo “Salut!” y a mí me da la sensación de estar siempre dispuestos a pasarse la noche brindando con vino de la Borgogna. Yo quiero ser francesa para desayunar todas las mañanas croisants recién hechos en una terraza de Montmartre y no sentir ninguna culpa por empezar el día con 3.000 calorías en el cuerpo. Me encantaría poder acallar mi conciencia encadenando palabras de esas de pronunciación imposible.
Yo estudio francés, entre otras cosas, para aprender a ser menos directa, para saber hablar con esos rodeos a que a veces son tan necesarios, y poder decir “cuatro veces veinte” en lugar de “ochenta”.
Yo, me he propuesto aprender el idioma de Marcel Marceau y Platini con la ilusión de adivinar las palabras que ellos no necesitaron para enamorar al mundo, aunque sé que no seré capaz.
Yo quiero vivir en Francia, y cuando no esté de acuerdo, encerrarme en mi cuarto a ver muchas películas de Rhomer sin subtítulos mientras mis paredes se llenan de “ç” y acentos circunflejos.
Quiero saber francés, bromas aparte, para vivir Brujas, Lyon y Montreal en versión original. Para que nadie me lo cuente.
Me gustaría, por otro lado, invitar a mi próximo amante a comer a un bistrot y saber qué es la Bouillabaisse… pero sobre todo me encantaría poder seguir despidiéndome a la francesa y dejarme de remordimientos, como hice yo anoche mientras vosotros discutíais dónde tomar la última, como ha hecho la selección de Domenech en este aburrido mundial.

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