La estación de Francia estaba desierta, los andenes combados en sables espejados que ardían al amanecer y se hundían en la niebla. Julián se sentón en un banco bajo la bóveda y sacó su libro. Dejó pasar las horas perdido en la magia de las palabras, cambiado la piel y el nombre, sintiéndose otro. Se dejó arrastrar por los sueños de personajes en la sombra, creyendo que no le quedaba más santuario ni refugio que aquél.
Sabía ya que Penélope no acudiría a su cita. Sabía que subiría a aquel tren sin más compañía que su recuerdo. Cuando, al filo del mediodía , Miquel Moliner apareció en la estación y le entregó su pasaje y todo el dinero que había podido reunir, los dos amigos se abrazaron en silencio. Julián nunca había visto llorara a Miquel Moliner. El reloj les cercaba, contando los minutos en fuga.
-Aún hay tiempo- murmuraba Miquel con la mirada puesta en la entrada de la estación.
A la una y cinco el jefe de la estación dio la llamada final para los pasajeros con destino a París. El tren había empezado ya a deslizarse por el andén cuando Julián se volvió para despedirse de su amigo. Miquel Moliner le contemplaba desde el andén, con las manos hundidas en los bolsillos.
-Escribe- dijo.
-Tan pronto como llegue te escribiré- replicó Julián.
-No, a mi no. Escribe libros. No cartas. Escríbelos por mí. Por Penélope.
Julián asintió, dándose cuenta sólo entonces de lo mucho que iba a echar de menos a su amigo.
-Y conserva tus sueños- dijo Miquel-.Nunca sabes cuando te van a hacer falta.
-Siempre- murmuró Julián. Pero el rugido del tren ya les había robado las palabras.

La Sombra del Viento
(C. Ruiz Zafón)

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